jueves, 17 de noviembre de 2011

Mi infancia son recuerdos...

Mi infancia son recuerdos de un patio de Facinas, grande, inmenso, destartalado, y con una palmera en el centro que era el orgullo del pueblo. En ella tenían cobijo cientos de gorriones, estorninos y algún que otro pajarillo migratorio, además de lagartijas, culebras como puños que trepaban por su tronco en primavera cuando las crías comenzaban a piar.

Había otro contiguo con un pozo de agua cristalina que jamás se secaba, justo enfrente estaba el zaguán que nos resguardecía del calor del verano en las tardes aburridas donde el único divertimento era jugar a las cartas.

En el patio pequeño jugábamos al golf con una caña en un agujero en la tierra entre los rosales que mi madre se esforzaba por mantener inútilmente. Las flores rosas de la buganvilla se desparramaban sin orden ni concierto movidas por el viento de levante.

El lugar de todas nuestras batallas era el patio de la palmera, como todos la conocíamos. Cada noche, un ejército de linternas se acercaba a su base para alumbrar a los pájaros en sus nidos y dispararles con las escopetas de plomos. Nunca pasó nada porque había un acuerdo tácito entre los chavales de organizarse para evitar tragedias.

Las tardes, después del cole,eran para jugar al fútbol y cómo no, al baloncesto, que en aquellos tiempos puso de moda un tal Corbalán, un Larry Bird y un Michael Jordan. Un aro metálico amarrado al tronco era nuestra canasta, allí marcábamos los tiros libres, los triples y hasta los mates si conseguíamos subirnos a la base de la palmera. El empedrado de chinos múltiples desordenados no era la base más idónea, pero nos apañábamos. A veces la canasta tenía red, las menos, y otras había que cambiar el aro cada dos por tres, nada importaba. Tampoco que mi padre el pobre tuviera que dormir esas horas, mi madre salía cada dos por tres a montarnos la bulla, pero era parte del juego.

La pila donde mi madre lavaba era otro ingrediente más del patio, recuerdo las batallas con barquitos de plástico y... los gaticidios que debía hacer cada cuatro meses porque mi gata Matilde era la más ... del pueblo, así que como nadie quería gatitos pues imagínense donde acababan los pobres.

Siempre tuvimos animales, muchos, muchos y de todas clases: Cochinos que mi madre amamantaba con un biberón, palomas cuyo caldo del puchero era parte de nuestra cena diaria, gallinas americanas que eran más pequeñas que las normales pero mucho más agresivas, conejos, lagartijas, y hasta ratas que se comían los huevos.

Había una gran pieza de pizarra como la de los colegios y en ella pintábamos.

El sábado descubrí que las hojas de la palmera se habían secado.

Al principio sentí pena, luego comencé a pensar cuantos buenos momentos pasamos allí y me propuse que una vez al año deberé visitarla, aunque sea un ser muerto, muerto menos para mí.

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