viernes, 11 de marzo de 2011

Una noche inolvidable

Si no hubiese sido por los madrugones, hubiese soportado el trabajo de panadero. Había sensaciones únicas como el olor del pan recién hecho, la masa fermentando, el horno tomando temperatura cargado hasta los topes de leña, los ratitos de descanso mirando las estrellas por la noche en verano, el primer café sintiéndome un hombre más en el bar cuando era un simple rapazuelo, la lectura del diario de Cádiz cuando para abrirlo completamente tenía que ponerme en posición de cruxificción, los ratos de risa con los compañeros. Luego estaban los momentos no tan alegres, cuando llegaba reventado con las manos llenas de cortes en las manos por ese mismo pan que olía tan bien y sobre todo el cruzar el pueblo a la 01.30 horas de la madrugada los viernes. Cuando en la discoteca había fiesta no era problema, gente por la calle, coches subiendo y bajando, lo malo eran aquellas otras noches.
La noche que voy a contar fue una de esas esas.
Desde mucho antes de que sonara el despertador sentía como el viento de levante silbaba con fuerza a través de las puertas de mi habitación.
Me levanté a la hora acostumbrada, con la sensación de que no había dormido nada, bajé las escaleras a oscuras como solía hacerlo siempre para no despertar a mis padres, me lavé la cara y salí a la calle. No podía ser más desolador el espectáculo. El levante se había retirado empujado por la tormenta que se había posado sobre el pueblo, rayos aquí y allá, uno de ellos seguramente habría impactado sobre una torreta de la luz pues estábamos a oscuras en pleno invierno, ni una nube, ni estrellas ni luna, solamente agua y un viento de poniente que hacía inútil el paraguas. Bajé la calle y a la altura del bar de Perea, como usualmente lo hacía, en el hueco de una puerta a oscuras que conducía a un pasadizo en el que siempre me esperé que hubiese alguien, miré en esa sensación de miedo y curiosidad que a veces nos puede, no vi a nadie, pero salí corriendo por si acaso. Incluso de día, cuando paso por allí, pienso que algo habrá. No miré hacia atrás y cuando me disponía a coger la esquina frente a la tienda de Antonia Notario un rayo cruzó el cielo de punta a punta iluminando la oscuridad, seguido a los dos segundos de un impresionante trueno que retumbó con tal fuerza que me quedé parado. En ese momento, del antiguo molino abandondado tras la tienda de Antonia, oí el llanto desgarrado de un niño que me heló la sangre. Tenía que ser precisamente de esa casa, donde se había ahorcado unos años antes Adolfo, donde algunos insensatos habían hecho más de una ouija, donde se decía que había espíritus. Ni por asomo hice el intento de acercarme, no sé si por el miedo, el terror o lo que me embargaba, mis pies empezaron a moverse con una velocidad endiablada, mi corazón latía a mil por hora, temblaba, lo que sé es que atravesé los cientos de metros que me separaban de la panadería en muy pocos segundos. Hasta que no toqué en la puerta y me abrieron no respiré.
Han pasado más de veinte años, pero la piel se me pone de gallina sólo de recordarlo.
Muchos han sido los que lo oyeron ruidos extraños en los meses posteriores.
La casa sigue allí de pie, como si nadie se atreviese a comprar un terreno maldito, sus moradores me imagino que la cuidarán bien.

1 comentario:

un crochet andalou dijo...

empiezo a leerte y no puedo parar...con lo miedosa que soy..menos mal que encendí la luz...pero lo tengo claro...ya no podré pasar cerca de esa casa sin acordarme de tus palabras...