jueves, 14 de octubre de 2010

Dependencia

Andrés ronca en la cama de matrimonio mientras su madre, Angeles, pone la lavadora, recoge la cocina con los restos del almuerzo, una vez más ha tenido que comer sola, pues él no se levantará hasta las cinco o las seis de la tarde.
Andrés no trabaja, es más, a sus cuarenta años pocos son los que le han conocido con un pico y una pala en las manos. Nunca quiso estudiar, podía haber seguido los pasos de su padre, militar, pero quizás eso hubiera significado un sacrificio bárbaro. Por eso, durante un tiempo trabajó en lo que hacían la mayoría de los currantes sin oficio ni beneficio, peón de la construcción, pero como no tenía alma de hormiga, sino más bien de juerguista, el dinero que semanalmente ganaba se lo pulía con los colegas en el bar de abajo, o simplemente, en las máquinas tragaperras. Jamás los euros subieron las escaleras del piso, y si lo hicieron en la cartera de Andrés, bajaron a la mañana siguiente, o por la tarde y si quedaba algo, la noche era muy golosa.
Y lo que tenía que ocurrir pasó. No, el chico no se enamoró, no piensen mal, más bien lo contrario, le cogió cariño a otro tipo de enganche, más peligroso pero igual de atractivo, qué digo, infinitamente más libre que los compromisos de pareja. Sí, me ahorro el sustantivo porque ustedes saben a qué me refiero, no, al porrito no, un poco más allá, eso que tanta y tanta gente que consideramos normal se mete.
Como los colegas de noche también le daban a lo mismo y se siente bien, Andrés ahora las juergas las comienza un jueves y las termina un sábado. El resto de la semana aguanta, bebe mucha agua, suda, toma medicamentos contra la depresión, ve muchas horas de televisión, se asusta con las palpitaciones del corazón, se miente a sí mismo, engaña a su madre, se pelea con ella, sus hermanas le han calado ya y le han avisado, pero el chico no ve ningún problema en que de vez en cuando se permita alguna fiestecilla por ahí.
Cuando llega el día de salir, le pide a su madre el dinero que necesita para satisfacer su mono y desaparece. A veces contesta al móvil cuando su madre se preocupa, otras no.
Estos días Andrés no se atreve a asomarse al balcón, debe dinero al suministrador, pero esta vez la cosa está un poco más fea que de costumbre, no sabe cómo podrá pagarle los seiscientos euros que le debe, así que hasta el viernes no saldrá a la calle. Pone las excusas más burdas para no pisar el suelo de la acera, está metido en un problema y lo sabe, pero ya pedirá a alguien por ahí.
Son las ocho de la tarde y Angeles derrama alguna lágrima sobre la colcha del sofá.

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