miércoles, 9 de septiembre de 2009

Icaro


Nunca un libro había marcado tanto a una persona.

Había leído a García Márquez y hecho suyo Macondo. Alguna noche soñó haber paseado por sus calles.

En muchos momentos de su vida se había creído un quijote más, pues desde pequeño las aventuras del hidalgo le habían acompañado.

Para un niño con medio cuerpo paralizado desde su infancia, los libros eran su válvula de escape.

Con ellos había aprendido a amar, a soñar, llorar, reir, sufrir e incluso a enmudecer.

Pero si alguno le había marcado desde que cayó en sus manos fue uno de Alberto Vázquez Figueroa, su escritor fetiche, el que le había transportado a otros mundos lejanos, lugares donde probablemente ni él ni el resto de los mortales se atrevería a ir jamás.

El desierto, las selvas, el fondo de los mares, las montañas, todos tomaban forma, color y vida por la magia de aquel hombre modesto que había vivido plenamente las aventuras que narraba en sus bet-sellers.

Se llamaba Icaro y con su lectura nació un reto.

Con dieciocho años se preparó unas oposiciones que por supuesto aprobó y durante varios años se dedicó a ahorrar todo el dinero que pudo.

Por las noches buscaba información por internet, porque toda era poca para la que necesitaba.

Viajó por los más lejanos países, vivió la magia de esos lugares y se deleitó con las fotografías, hasta que un día sintió que era su momento, el gran momento en la vida de Icaro.

Pagó un vuelo hasta Caracas y desde allí contrató una avioneta que le llevaría hasta su destino.

Su gran ilusión se iba a cumplir.

Sentado al lado del piloto, con un ruido ensordecedor y con un manto verde abajo se sintió el rey del mundo, aquello no podía ser real, era el escenario de un gran documental donde él y sólo él iba a ser el protagonista.

Sobrevolaron varias veces el lugar hasta que comprobaron el momento idóneo.
Llegado el punto determinado por ambos, el piloto le hizo una señal y él se preparó para su vuelo.

No sabía si de él saldría vivo, probablemente no, pero no le importaba.

Un pájaro sobre " el Salto del Angel ", la caída de agua más alta del mundo, la maravilla de la naturaleza más deslumbrante de la que jamás se hubiera tenido noticia.

La puerta trasera se abrió y saltó.

Una sensación de pánico se apoderó de su cabeza en un primer instante, pero cuando comprobó que el paracaídas se abría respiró hondo.

Ninguna cámara podría captar tantas imágenes juntas; Miles de gotas de agua le salpicaban por todos lados, lloró de alegría, de placer, se emborrachó de sensaciones mientras bajaba poco a poco.

Finalmente, el manto vegetal que desde arriba había visto lo embebió.

Estaba lleno de magulladuras, un brazo no lo sentía, pero estaba feliz, muy feliz, condenadamente feliz.

Llamó al piloto por la emisora que éste le había entregado y le ubicó el lugar donde se encontraba.

Icaro había volado otra vez sobre el gran salto, y no sería la última.



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