sábado, 6 de junio de 2009

Ese hombre solitario

Alguien abre la puerta de la cafetería.
A esa hora está repleta de madres y algún padre solitario esperando a sus hijos que lleguen de las actividades extraescolares.
Es jueves, pero da igual, todos los días lo mismo, excepto sábados y domingos que está cerrada.
En la calle hace calor, la primavera está agotando sus últimos estertores, se aproxima el verano. Dentro hace ya tiempo que funciona el aire acondicionado.
El local es acogedor, no hay ruidos estridentes, la tele está puesta pero sin ruido, las camareras son amables sin caer en el empalago y las sillas permiten pasar más de media hora sin que te duela la cabeza.
En la esquina del bar, junto a los servicios hay una pequeña mesa con dos sillas. A las cinco de la tarde llega él, sin hacer ruido, sin querer molestar. Se sienta en la silla de la izquierda y apoya un maletín compañero raído por el paso de los años y los avatares, en la otra silla.
Alejandra, la camarera, se acerca con educación, le da las buenas tardes y él responde cortésmente. Pide un café con leche. Ella se va.
Saca un cuaderno, una pluma y agacha la cabeza. Las ideas le surgen espontáneamente mientras sorba distraído el café. No le importan los niños, alguna vez le ha regalado caramelos a uno que se le acercó, se concentra en las hojas que tiene delante.
A las siete de la tarde se marcha. Paga la consumición y se despide.
Así, un día, y otro, y otro, siempre a la misma hora de llegada, puntual, como si el compromiso con la escritura le obligara a mantener un orden concreto que afectara también a las horas. Igual con la partida. Nunca se le ha visto con nadie, siempre solo, acompañado de su cuaderno.
La camarera ha estado tentada a preguntarle quién era o qué escribía, pero entendía que podría ser impertinente. Además, él tampoco daba pie a muchas concesiones.
El hombre destaca por su barba blanca, porte altivo y voz ronca, fuerte, dura, convincente. Ronda los setenta años.
Dan las cinco en el reloj de la cafetería. El no aparece, la camarera se extraña, sale incluso a la calle buscándolo con la mirada. Pero nada.
Al día siguiente, al pasar la tercera página del ABC, Alejandra ve la foto del hombre que todos los días venía a escribir.
Es la sección de obituarios, y él se llama JOSE ANTONIO GARMENDIA.
Una lágrima cae por su mejilla.
Recorta la foto del periódico y se la lleva a su casa.
Al día siguiente, la foto de José Antonio Garmendia está colgada en un cuadro encima de la mesa donde él siempre escribía, su mesa.

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