jueves, 4 de diciembre de 2008

Isla de Lobos

Ante el pelotón de ejecución, Aureliano Buendía repasó su corta vida…

Y todo por una injusticia que le perseguiría su existencia.

Aquella noche…, aquella noche… maldita noche.

El mar, su mar, el que le había acompañado siempre, cada día, cada noche, se mostraba ahora en toda su intensidad.

El barco estaba fondeado frente a una pequeña cala junto a la Isla de Lobos, junto a Fuerteventura. Una inmensa luna relucía majestuosa mostrando el universo de estrellas. No le importaba hacer las guardias de vigía por las noches, es más, esa madrugada, la del veinte de Julio de mil ochocientos noventa y ocho, había pedido quedarse al frente del bajel hasta que el sol hiciera su aparición por las montañas de Timanfaya, en la isla vecina de Lanzarote. De su padre había aprendido a distinguir las constelaciones, y guiarse por ellas a través del Océano. Aunque era el grumete más joven del barco, contaba con dieciocho años cumplidos, los demás marineros, gente curtida en mil avatares a lo largo de la costa africana, le tenían gran aprecio. Incluso el capitán, ese viejo lobo de mar, hombre rudo y serio donde los hubiera, mostraba hacia el jovenzuelo una especial atención.

En los minutos previos a la ejecución, tuvo tiempo para echar la vista atrás y recordar cada pasaje de su existencia en esos veinte y pocos años intensamente vividos…

Todo era quietud y armonía, algún perro ladraba en el pueblecito de enfrente, Playa Blanca, hasta que bien entrada la madrugada, cuando más extasiado se encontraba, un ruido seco se oyó por sotavento, en la otra parte del barco, como si algo hubiera caído por la borda. Corrió entre sogas y aparejos de pesca, se asomó durante un rato, pero no divisó nada. Así que dejó transcurrir el resto de la velada hasta que por la mañana …

Aunque lo había negado una y otra vez, el juez de Arrecife no tuvo más remedio que condenarle, porque Aureliano Buendía no tenía coartada que lo pudiera exculpar.

No había estado durmiendo, se supone que él, solo él, pudo estar esa noche sobre cubierta, y aunque lloró y perjuró que no había visto nada, fue acusado de asesinato y condenado a la pena de ejecución pública. El, que no había hecho daño jamás a nadie, acusado de la muerte de un hombre, nada menos que del capitán. Sí, intentó defenderse diciendo que había oído un ruido de algo que cayó al mar, pero que en ningún momento temió que se hubiera podido deber a una persona, pero nada fue suficiente ante el juez.

Ninguno de diez marineros que aquella noche estaban en el Lucía II vio ni oyó nada. El nuevo día había traído la ausencia de Manuel Torres, el capitán del bajel. No estaba en su camarote, y nadie pensó en el suicidio, palabra prohibida.

Se dijo que no iba a llorar, que moriría como un hombre. En la plaza principal de Arrecife nadie osaba hablar, un silencio se había adueñado del lugar. Algún murmullo, un susurro apenas audible, la expectación lo dominaba todo, y el miedo, juntos ambos.
Aureliano subió al estrado, el verdugo puso la soga al cuello y se dispuso a quitar la sujeción.

Cerró los ojos y rezó en voz baja. Eran sus últimos segundos de vida.

El silencio era ensordecedor. Nadie respiraba.

En ese momento un grito se oyó al fondo de la plaza: ¡ Paren, paren, fue un delfín, fue un delfín, yo lo ví, yo lo ví…!

Años, muchos años después, cada tarde, se sentaba bajo del faro en su querida Isla de Lobos, y dejaba que el sol desapareciera por el horizonte.
De vez en cuando algún delfín juguetón saltaba sobre las olas y le saludaba.

El mar era su mundo y allí moriría.

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