miércoles, 14 de mayo de 2008

Un accidente

Para que todos dejemos volar un ratito la imaginación:

Existe un pueblo en lo más intrincado de la cordillera de los Andes cuyo nombre es Rispoz.

Nunca nadie supo ubicarlo exactamente, ni el origen de su nombre. Lo que sabemos de él se transmitió de boca en boca, de generación en generación hasta lo que nos ha llegado a hoy en día.

He aquí la historia tan extraordinaria que en esa pequeña aldea sucedió:

En Rispoz nadie podía morir hasta que el casut no aplicaba la costumbre del lugar.

El más anciano del lugar, y por ende el más sabio de todos los vecinos, cuya edad no se supo nunca, había recibido el encargo de su tatarabuelo de ser nombrado casut.

Ese hecho era conocido y respetado por todos los vecinos desde su nacimiento y no se conocía el caso de alguien que hubiese desobedecido la norma transmitida desde hacía tantos años, siglos quizás.

El modo de actuar estaba claro: Si alguien de Rispoz estuviese a punto de morir, era obligatorio que acudiese a la casa del casut que estaba situada en el pico más alto de la montaña. La construcción de madera era muy simple y rústica, y destacaban las maravillosas plataneras que la rodeaban, cargadas de frutos siempre maduros.

Para sortear la intrincada y zigzageante vía que ascendía hasta la casa, existían unas cuerdas que se amarraban a una especie de camilla de madera. Ya sujeta, sus ayudantes tiraban de una polea hasta hacer llegar al moribundo hacia la cima. Una vez arriba, el casut oraba unas frases aprendidas de sus antepasados en el idioma primitivo del pueblo y el enfermo era empujado por él hacia un precipicio sin fondo, ya que la niebla vivía perenne en su parte baja.

La desaparición era seguida por todo el pueblo, hasta los niños y nadie lloraba ni se lamentaba por el finado.

Y sucedió que un día una mujer muy enferma llamó al casut para que la llevaran con él a cumplir la ley. Dos vecinos subieron a la montaña a buscarlo, pero la casa estaba vacía. Desesperados, comenzaron a llamarle a voces, pero nadie respondió a sus avisos. Solamente se encontró en el filo del precipicio una cáscara de plátano que parecía haber sido pisada accidentalmente.

Desde entonces, en Rispoz nadie se atreve a morir y sus habitantes viven eternamente hasta el día en que pueda volver el casut.

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